viernes, 12 de septiembre de 2008

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Introducción al texto de: Creadores del teatro Moderno
Fuente: Ulanov, Barry: Makers of Modern Theatre McGraw-Hill Book Co. Inc. USA, 1963. Trad. Ruiz.


Han habido muchos intentos para definir el teatro moderno, sus altas y bajas, sus contradicciones, sus unidades. Ninguna ha sido muy exitosa. El teatro moderno no cae en categorías justas. La mejor manera de definirlo es ejemplificarlo. Ese es el tipo de definición que este libro intenta hacer.

El rango que abarca esta colección es el del teatro moderno, desde Ibsen hasta el presente, desde las primeras obras que rompían con las extravagancias del drama romántico y las precisiones de la obra bien hecha, hasta las obras actuales casi informes y antiteatrales. Dentro de las limitaciones del espacio accesible, casi cada tipo de escritor del teatro moderno está representado. Están los más importantes: Ibsen, Strindberg, Chejov, Shaw, Hauptmann, Pirandello, Synge, Giradoux, O'Neill, O'Casey. Están aquéllos no siempre reconocidos como 'grandes': Yeats, Toller, Marcel, Lorca, Monterlant. Y existe otro grupo de individuos notables que han hecho contribuciones vitales al teatro de posguerra: Anouilh, Betti, Williams, Millar, Ionesco. Ninguno está representado por un trabajo que haya sido frecuentemente antologado. Todos se pueden ver aquí en su modalidad más provocativa, contribuyendo con algo nuevo, experimental y también teatral a este terreno, aún cuando ellos mismos están confrontados con los procedimientos teatrales y más rebeldes contra ellos.

EL ESQUEMA DE LA REBELIÓN

Mucha de la historia del teatro moderno es una historia de revolución. El primer gran movimiento fue hecho por Ibsen y Strindberg a mediados del siglo XIX contra las pulidas vacuidades que dominaban la escena de entonces. Aunque estas obras no estaban completamente libres de las poses del drama romántico o las esterilidades de la pièce bien faite, la obra bien hecha, dichas obras se elevaron muy por encima de esas limitaciones. No había pavoneos insensibles en sus obras, ni diálogos vacíos, los dispositivos teatrales no eran meramente ornamentales. No convirtieron sus obras en obras en serie con puntos climáticos muy predecibles, siguiente designios desgastados. Ellos examinaron y desarrollaron casi cada técnica dramática sobre la que el teatro ha subsistido desde entonces. Comenzaron con un cauto naturalismo y terminaron con dramas simbólicos atrevidos que fueron la verdadera antítesis del teatro naturalista. Así la evasión del naturalismo fue iniciada por los dramaturgos que habían establecido el movimiento como uno funcional en el teatro. No era una contradicción que molestara a Ibsen y a Strindberg o a cualquier otro que siguió su ejemplo Fueron revolucionarios cuidadosos en el teatro y no cedían en lo más mínimo si se descubrían a sí mismos descartando las causas y los procedimientos con los que previamente se habían identificado. Y así, establecieron lo que es quizá el único esquema fijo y duradero en el teatro moderno, el esquema de la revolución teatral.

La revolución ha tenido varios modos de aparecer en el drama moderno. Algunos han sido formales, tales como aquéllos que llevaron al colapso la maquinaria de la pieza bien hecha para poner algo de la física y química de la vida sobre el escenario y aquéllos que siguieron con la obra que estaba interesada en que las realidades superficiales se reemplazaran por una que intentara llegar más lejos en la parte interior de personajes y eventos con una muestra considerable de elementos psicológicos y aparto simbólico. Algunos han producido una revolución sobre el escenario, dramatizando la revolución social pasada o esperada. Algunos han golpeado y desafiado la firmeza de los que custodiaban los cambios. Algunos han sido ruidosos: el teatro moderno ha tenido y tendrá sus promotores y vociferadores –¿que hábitat más natural para ellos que la escena? Pero no todos los revolucionarios del teatro de nuestros días han sido coléricos y proclives a la arenga, la rebelión a menudo ha golpeado actitudes tiernas y compasivas. Con mucha frecuencia ha logrado sus intentos por medios indirectos y comprensión por medio de un grito, rugido o alarido.

Ese es el modus operandi del teatro moderno. Como los grandes dramaturgos que han renegado de sí mismos con frecuencia, el teatro se ha movido y removido sobre sí mismo. Casi de manera predecible, cuando está en medio de las luchas del drama social, está a punto de saltar a la fantasía; cuando parece interminablemente condenado a la desesperación de temas de perversión sexual y adicción a los narcóticos, está a punto de establecerse en la calma especulativa del drama filosófico en el que la angustia es solamente verbal y aún así tan remoto que nadie totalmente lo comprende y nadie puede ser lastimado con él. El teatro moderno siempre está cambiando y siempre se está desarrollando, siempre está en experimentación y es quizá como resultado un poco desconcertante.

EXPERIMENTOS EN TEATRO

Cada cambio, cada experimento, cada revuelta en el teatro moderno tiene una cosa en común: cada una ha estado interesada en poner un mayor grado de realidad sobre la escena. La realidad se ha considerado de manera diferente cada vez. Pero la realidad ha sido la preocupación, ya sea si está afectada por la reproducción de las bajas profundidades humanas en cada miserable detalle o la sugerencia de un rango más alto del espíritu humano por medio de unos cuantos símbolos brillantes. Los dramaturgos significativos del teatro moderno, han luchado con la realidad en casi cada manera posible. "Casi" es la palabra. Aún no se han agotado las posibilidades, pero ellos, ciertamente han explorado detalladamente el campo.

Los temas antiguos son también temas modernos. El teatro moderno no ha evadido el conflicto entre fuerzas elementales como lucha central en sus dramas: el conflicto entre hombre y sociedad, el conflicto entre mujer y hombre, el conflicto entre lo creativo y lo no creativo. Pero el campo de batalla ha cambiado con el ímpetu de los primeros dramas experimentales de Ibsen y Strindberg, de Hauptmann y Chéjov. La persecución de la realidad, se mudó de las superficies al interior de la gente. Los choques no siempre fueron entre personas; con frecuencia se llevaron a cabo dentro de las figuras centrales de los dramas. El drama moderno es en el mejor de los casos o por lo menos en su modalidad más fresca o más experimental, uno exterior. El logro impresionante de este tipo de dramaturgos es haber dado una manifestación exterior a la lucha interior, por medio de encontrar medios –todo tipo de medios- con los cuales expresarlo.
Ibsen en sus obras tardías creó sistemas de símbolos que pedían hacer un estudio más profundo, ya que ofrecían percepciones sorprendentes de la naturaleza humana. El lenguaje de las finanzas y el tema de la malversación en Juan Gabriel Borkman, por ejemplo, lleva al espectador o lector al mundo de la emoción que da la traición a la confianza.
La estructura concéntrica de la obra de Strindberg El Camino a Damasco lleva al espectador meditativo más allá de la acción de superficie; encontrándose en movimiento con el personaje central adelante y atrás a lo largo de su viaje no sólo a Damasco sino lejos también. Tiene, en su complejo diseño, la textura de una aguda crisis psicológica dado lo inmediato y la convicción de la acción escénica.
Estas técnicas sumergen al espectador dentro de los personajes. Así también lo hacen los tumultuosos intercambios en los dramas chejovianos, en los que nadie habla con nadie o escucha a nadie sino que solamente esperan su turno para hacer su discurso en una muestra de la variedad infinita del carácter humano. Es difícil escapar de la relación con esos personajes o con Hannele de Haputman, una niña abrumada, aún en el remoto lenguaje y más remota experiencia de la visión sobrenatural. En Sodoma y Gomorra de Giraudoux, aunque el emplazamiento es bíblico y mucho del diálogo es con un ángel, la condición permanece humana y las tensiones del guerrero y su esposa son muy fácilmente compartidas. Aún en el teatro avant-garde que es fervientemente antinaturalista los espectadores se descubren a sí mismos atrapados en personas y acciones. El oído impecable de un Ionesco que transcribe banalidades o de un Beckett que captura la desesperación cómica, pueden contar para este atropamiento. La razón mayor es la continua persecución de realidad. Algunas reconocibles partes de la realidad están en cada uno de estos modos de acercarse a ella, en cada una de estas obras, en cada uno de estos personajes. Eso es suficiente para atraer y mantener y persuadir a los espectadores. Por supuesto que quedan persuadidos, ellos no siempre estarán seguros, pero de que están convencidos es claro. No importa la técnica, el tempo o el tono del drama, el experimento ha sido, por lo menos hasta ahora, exitoso: ha hecho un poco más accesible algún aspecto de la realidad.

EL PANORAMA DESDE LA DISTANCIA

Casi cada dramaturgo del teatro moderno ha querido iluminar algún segmento de la realidad y atraer a la gente. Pero no todos han querido consentir a sus espectadores proporcionándoles experiencias indirectas para permitirles vivir la realidad sobre el escenario como si fuera su propia realidad. Algunos dramaturgos, de hecho, han considerado esta tendencia por parte de los espectadores, como un tipo de sentimentalismo peligroso y han hecho todo lo posible por combatirlo. Han insultado a su público. Les han dejado en claro que sobre el escenario todo es sabiduría mientras que abajo en el foso todo es peligrosamente tonto. Algunos como Shaw han practicado una sutil burla al público. Pero. Pero la burla shaviana nunca fue tan mordaz que realmente lastimara a sus lectores y espectadores o tan torpemente construida que no terminara por atraerlos a su lado en la burla. Bertolt Brecht intentó una alienación mucho más completa. Él, deliberadamente rehusaba involucrar a sus espectadores en los eventos sobre la escena. El quería que aquéllos que vinieran a ver sus obras no perdieran su juicio racional con los enredos de una falsa experiencia y, como resultado, llegaran de manera tranquila y sistemática a estar de acuerdo con su pensamiento. En la práctica, sin embargo, la alienación no fue nunca completa y probablemente nunca lo será. En tanto los espectadores, de algún modo, se descubran a sí mismos vitoreando las vulgaridades de la obra de gangsters de Brecht La Ópera los Tres Centavos y aplaude las virtudes estoicas de su obra Madre Coraje, así se encuentran atrapados en personajes y acciones de todos los que alguna vez han intentado atrapar a los espectadores con sus dramas --Hauptmann, Toller, Montherlant, Ionesco, Yeats. Y nada, ni las exageraciones teatrales de los surrealistas, por un lado, las simplezas de la reciente escuela francesa, por el otro, pueden juntas divorciar a la gente del lado oscuro de la escena. Ya que si hay luz sobre algún personaje o acción en una obra, aquéllos que lo observan, se verán, tarde o temprano, reflejados en esa luz.
Hay otro tipo de distancia, sin embargo en el que todo arte imaginativo descansa, como dijo William Butler Yeats. Es la distancia de la tragedia. Es la distancia de los eventos importantes sobre la escena y también en el mundo. Es la distancia en la que cualquier crisis lo suficientemente grande como para sacudir la tierra debe permanecer. Sin ella, los personajes y acciones se vuelven meras reproducciones de nosotros y loso sucesos de nuestras vidas, y lejos de tomar una proporción mayor que en la vida, se convierte en las imágenes diminutas de la tira cómica o de la pantalla televisiva y terminan sin vida alguna. La distancia es la distancia del arte que se distingue de las tomas rápidas o de la caricatura mal hecha. Medimos las distancias por lo ancho y largo de nuestros propios poderes contemplativos. Ya que lo que hace la distancia, en palabras de Yeats es “separar del mundo y de nosotros un grupo de figuras, imágenes y símbolos” y así nos “permite pasar por unos cuantos momentos a las profundidades de la mente que habían sido, desde entonces, muy sutiles para poder ser habitadas.”
Yeats logró su distancia, parte del tiempo por lo menos, por medio de uso de mascaras y otras convenciones tomadas en préstamo del teatro Noh japonés. Otros dramaturgos no han tenido necesidad de acudir a tradiciones dramáticas lejanas a su propia experiencia, para lograr una distancia similar. El escenario desnudo, el vestuario simplificado oy el gesto respervado especificado por Jean Anouilh en Antígona, un escritor convencional en su mecánica escénica, sugiere otra manera por medio de la que se puede alcanzar un viaje a las profundidades de la mente.

LENGUAJE E IMAGINACIÓN TEATRAL

El lenguaje de los limosneros en El Pozo de los Santos de Synge mantiene distanciado al espectador, incluso al irlandés. No es un lenguaje que sea hablado por cualquiera –para nada. Sino solamente la imaginación más árida podría fracasar en responder al mismo. Existen señales de una realidad tangible sobre el escenario piedras, ruedas rotas, zarzas y ramas. Sin embargo, no es un lugar o tiempo particulares o personas que sean evocadas por los limosneros, sino las grandiosidades y profundidades de la experiencia humana. A través de su discurso, ellos se mueven entre los límites externos de una “vergüenza oscura” y de las “grandiosas percepciones”. Sus movimientos son cadenciosos. Uno podría casi concentrarse en el irlandés para enfatizar este punto.

Para aquéllos cuyo idioma nativo es el inglés, el sonido del diálogo irlandés tiene una convicción especial, un ritmo envolvente, que hace de un mero intercambio de cumplidos o maldiciones, parezcan artísticas. Los últimos momentos de la obra de O’Casey titulada Purple Dust tiene tal persuasión. Pero uno no necesita un acento irlandés para alcanzar, con palabras, un lugar importante en la imaginación. Shaw lo ha logrado con el epílogo de Santa Juana y en el discurso ferviente de Lady Mayoress al Arzobispo en Getting Married. Lorca lo ha hecho en casi cada intercambio dialógico en sus tragedias. T.S. Eliot, lo ha logrado en el sermon navideño en Crimen en la Catedral y en media docena o más discursos en The Cocktail Party, no solamente en aquellos en que su psiquiatra-ángel-de la guarda o su dama-pecadora-a-punto-de-convertirse-en-santa demuestran su santidad, sino también en muchas en las que un hombre maduro confiesa su irremisible mediocridad madura. Tennessee Williams ha logrado mucho, nuevamente, en su final de la obra Camino Real. “ Que dios bendiga a todos los estafadores, los vividores, traficantes que comercian sus corazones en la calle, dos veces perdedores que perderán con toda probabilidad una vez más…” La gracia especial de la imaginación teatral moderna, es por último, sin embargo, el hecho de que no es producto de cosa alguna, ni del lenguaje, ni del escenario desnudo, ni de una convención escénica tomada de Japón. Nos muestra actualmente, como hizo en sus comienzos con Ibsen y Strindberg, reflexiones sobre cada faceta del espíritu humano, cada éxito, cada fracaso, cada ambición, cada realización, cada vacío. Toma entonces, por necesidad, todos los colores del espíritu y las texturas, todos los movimientos. Habita, tan viejo es, en las casas reales de Grecia y en los mitos irlandeses. Se mueve con igual facilidad en la Sodoma moderna y antigua. Visita varias zonas costeras. O’Neill en Londres y Connecticut y el Brooklyn de Arthur Miller. Se asoma a la España de Montherlant de los Siglos de Oro y la Alemania de Toller de la Edad de Bronce. Encuentra un sitio en una casa pobre de la Moravia de Hauptmann, en un estudio del Paris de Marcel y en un campo de concentración en la Europa Media de Betti. Es elegantemente indirecto cuando habla el lenguaje del aparentemente demente Enrique IV de Pirandello y poco elegantemente directo cuando habla el lenguaje del aparentemente sano en La Cantante Calva de Ionesco. No hay una forma que le quede exactamente, ningún tono, ni movimiento o escuela o estilo. La imaginación está en todos lados en el teatro moderno, pero en ningún lugar del mismo camino que ha recorrido lo suficiente para mantener marcas identificatorias. Así, variable es, de hecho, que parece cambiar con cada nueva obra de calidad y algunas veces aún con cada representación. La descripción de Stanislavsky del arte actoral tal como la concibió, describe el arte del dramaturgo moderno –el verdadero creador del teatro moderno: “Por su tipo de arte, una técnica especial que es necesaria- no para el estudio de formas teatrales fijas, sino una técnica de dominio sobre las leyes de la naturaleza creativa del hombre, una capacidad para afectar la naturaleza, gobernarla, desarrollar la habilidad de la propia intuición y las posibilidades creativas, en cada representación…”